(por Joaquín Ruiz Jiménez, teniente de complemento de Ingenieros)
Para los hombres de mi quinta -la de 1.935- que estábamos en la Universidad de Madrid en el otoño de 1.934 fue decisiva la revolución de octubre. El clima de lucha que palpábamos día a día, en las aulas universitarias, en la calle, en la Prensa y en la radio, alcanzó su momento culminante en las duras jornadas del cerco de Oviedo y en los reflejos violentos en Cataluña y en otros lugares de España. Era inevitable darse cuenta de que la suerte estaba echada. Por mucho que nos doliera –y doy testimonio de que nos dolía intensamente- no era difícil presentir un choque a muerte entre hombres de la misma tierra y de la misma sangre…
…Entre tanto, nos llegó la hora de cumplir el servicio militar. Inmersos en un clima oprimente y violento, sabíamos que no iba a ser para nosotros, como para las generaciones de la “belle époque”, un trámite más o menos incómodo. El cuartel no surgía ante nuestros ojos como el edificio frío, húmedo y destartalado que algunas veces habíamos oído hablar, sino como el incitante campamento para la gran aventura. La legislación de aquella época respetaba todavía la figura del soldado de cuota, extraña e “insocial”, pero que era la fórmula más fácil y a la que solían acogerse los universitarios que querían perder menos tiempo en su permanencia en filas.
Una mañana del mes de enero coincidimos en las puertas del cuartel de El Pardo, azotado por el duro viento del Guadarrama, un grupo de hombres de vocaciones diversas –estudiantes o recién graduados en Derecho, Medicina, Farmacia, Ingeniería, etc.- de sectores sociales y temperamentos distintos pero con una misma inquietud sustancial por el futuro de España. Muchos de ellos cumplieron con decoro y sin más complicaciones sus meses de servicio porque les urgía entregarse a la vida profesional. Pero unos cuantos optamos por no quedarnos en la epidermis de aquellos dormitorios, talleres, galerías, comedores y garitas. Aspirábamos a sentir de algún modo el latido profundo del corazón del Ejército. Ser meros soldados de cuota nos parecía un privilegio demasiado fácil en la hora crítica de España. Queríamos entrar en contacto con los soldados rasos, con las gentes del campo y de la fábrica, unas gentes a las que era difícil acercarse desde la Universidad en una Patria donde las clases sociales y las regiones se enfrentaban cada vez más ásperamente; pero además sentíamos la necesidad de adiestrarnos más a fondo en la vida propiamente de Milicia, en el ejercicio del mando y de la disciplina.
Para lograrlo iniciamos los cursos de la oficialidad de Complemento bajo la dirección inmediata del capitán instructor don Joaquín Rodríguez Cobos –enjuto, animoso, recio y humano- que supo espolear nuestras mejores fibras. De su mano y de la de otros jefes y oficiales que cuidaron de nuestra formación, fuimos redescubriendo que no todo se aprende en los libros. Entre aquellos muros, durante las explicaciones teóricas o en los ejercicios prácticos a la intemperie, en las correrías a pie bajo los encinares y por los tajos de la Zarzuela, se nos iba revelando un mundo distinto, con sus durezas y sus virtudes. Las horas de guardia nocturna con el mosquetón al brazo y bajo el pardo capote, que encanecía con la escarcha del amanecer, nos hicieron abrirnos a una nueva esperanza.
Bajo el mando inteligente y sereno del coronel Carrascosa se congregaban allí un puñado de hombres de honor… Ellos nos enseñaron el manejo de la telegrafía y de la radio, la equitación y el uso de las armas, pero, sobre todos, el espíritu de servicio y el sentido de la lealtad, al mismo tiempo que entre los sargentos, los cabos y los soldados se nos iban revelando los auténticos valores de las gentes llanas de nuestro pueblo,
No todo el aprendizaje fue sencillo, especialmente para aquellos que procedíamos de las carreras de Letras. El adiestramiento técnico nos costó más de un sudor. Recuerdo, que llevados a unas prácticas a los picos del Guadarrama para entregarnos durante dos o tres días de servicio de enlace con las estaciones de radio fijas del Regimiento, nos pasamos una noche y día enteros, mis compañeros y yo, repitiendo la señal de alineación de los aparatos porque no captábamos ni una sola palabra de los mensajes que nos transmitían. Rodríguez Cobos impaciente y pacientísimo al mismo tiempo, logró poco a poco pulir nuestra torpeza y hacer que no desmereciéramos demasiado junto a los “expertos” de nuestra promoción. Pero se cuidó aún más de cultivar nuestra inquietud por España y de unirnos en vínculo de camaradería que ha subsistido a lo largo de los años… La pugna social y política golpeaban las mismas puertas de El Pardo. desde nuestras garitas de centinela comprendíamos que urgía defender aún más el espíritu que el cuerpo de la Patria…Con la estrella de plata de seis puntas, estrenando nuestra ilusión de alféreces, dejamos un día con pena aquellos lugares, donde habíamos aprendido una asignatura esencial, de la que íbamos a ser examinados muy pronto…La guerra civil…
(De la revista “RED” nº 159, Septiembre de 1.961)
23:15 sábado, 10 de febrero · Julio escribió:
ResponderEliminarHola: El autor de este artículo, después de la guerra, fue catedrático de Filosofía del Derecho por las Universidades de Sevilla, Salamanca y Madrid. Fue director del Instituto de Cultura Hispánica. Embajador en la Santa Sede. Ejerció de Ministro de Educación del régimen franquista. Fundó la revista “Cuadernos para el Diálogo”. En 1975 participó en la creación de la Plataforma de Convergencia Democrática. En 1.977 se presentó a diputado por Izquierda Democrática retirándose más tarde de la política. Fue vicepresidente del Instituto Internacional de Derechos Humanos, Defensor del Pueblo nombrado por el PSOE y presidente de UNICEF-ESPAÑA.
Un saludo