'Antonio, como cabo jefe de la misión en el Puerto de Málaga, invierno del 59'.
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En el invierno del 59, recibió el Regimiento una orden de Capitanía General para que designara un cabo segundo y cuatro soldados para dar escolta a un tren mercancías con 17 vagones con “material de guerra”—el material no era otro que un cargamento de barracones de madera con destino a Melilla. La Compañía elegida por el Coronel para este servicio fue la 1ª de Radio. El sargento secretario, con un particular criterio, fue mirando el fichero y me eligió a mí como cabo de esa misión, cuando le pregunté el motivo me dijo que yo, al ser de puerto de mar, estaba familiarizado con los barcos y sería más eficaz que uno de secano que, incluso, podría sentir terror al embarcarse. No me convenció porque el hecho de que yo conociera el mar no me daba ninguna experiencia como marinero, pero acepté disciplinariamente la orden que no tenía discusión.
Nombraron a cuatro soldados que eran familia y de un pueblo muy atrasado del interior, eran labradores y nunca habían visto ni el mar ni nada más fuera de su pueblo hasta que llegaron a El Pardo, eran del reemplazo.
Me hice cargo de aquella misión y, tras recibir unas dietas por manutención equivalente a unos cuantos días—no recuerdo exactamente, pero no muchos—, me dirigí a una estación de ferrocarril de las afueras de Madrid—tampoco recuerdo a cual—con los cuatro soldados, allí me dieron una carpeta con documentación y una relación detallada interminable con todo el material, uno a uno, que contenían los 17 vagones de tren.
Es obvio que no pude hacer un recuento ya que todo iba empaquetado y había miles de bultos. Conté los vagones y examiné su interior que, efectivamente iban llenos de madera. Firmé el recibo y con los cuatro soldados nos metimos en uno de los vagones que, aunque era cubierto—los había que no—, no tenía puerta, hay que recordar que era pleno invierno.
Al llegar a un pueblo de Andalucía—tampoco recuerdo cuál fue—, uno de los vagones comenzó a arder, al parecer, las chispas que desprendían las ruedas de hierro sobre las vías hizo que la madera se prendiera. Enseguida tuvieron que sacar el vagón del convoy y dejarlo en aquella Estación para su reparación, más tarde lo engancharían a otro tren y lo llevarían hasta el Puerto de Málaga. El tren nuestro tuvo que continuar su marcha.
El problema surgió cuando tuve que designar a un soldado de escolta para ese vagón que quedó atrás, como he dicho, eran los cuatro familiares y no querían separarse de ninguna de las maneras. Yo, que sólo tenía 18 años, tuve que imponerme, realicé un sorteo y, ni aún así aceptaban. Aquellos hombres eran muy cazurros, por fin lo conseguí al decirles que si no obedecían la orden daría parte por escrito al regresar. Al final lo conseguí, pero me quitaron el habla para toda la misión.
Mis 16 vagones llegaron al Puerto de Málaga en buenas condiciones, al día siguiente llegó el que había quedado atrás.
Llegó la hora de embarcar y ocurrió peor todavía, el cargamento no podía ir a Melilla en un solo barco, un día salieron unos cuantos bultos, al siguiente día otra remesa y por último el resto.
Cuando salió el primer cargamento tuve que ordenar que se fuese un soldado en ese barco. ¡Más problemas! Le tenían un miedo atroz al barco y decían que primero tenía que irme yo. Les quise hacer comprender que yo era el jefe de esa misión y tenía que embarcar en el último envío. Al final lo pude conseguir, pero cada vez estaban más enfadados conmigo…
Llegamos a Melilla por fin con toda la madera y nos alojaron en la Comandancia de Obras, donde la entregamos. Yo creía que me firmarían el recibí y nos marcharíamos de allí enseguida, pero de eso nada de nada. Tardaron varios días en hacer el recuento y cuando comprobaron que estaba todo firmaron.
Aquellos días fueron horrorosos, Melilla era otro mundo, nosotros llevábamos la indumentaria, el pelo y todo a la costumbre de la Península; la ropa, de dormir con ella en el viaje—encima de los vagones—estaba ya sucia. En aquella Plaza no se podía salir a la calle así, había una vigilancia militar muy estricta, los arrestos se sumaban por cientos, el general Gotarredona—jefe supremo de todo lo que se movía en aquella ciudad era muy severo. Nos aconsejaron no salir del cuartel hasta nuestra partida para la Península. Así lo hicimos.
Como la situación se alargaba, las pocas dietas que percibí en El Pardo tuve que gastarlas, por fin, cuando tuvimos que tomar el barco en el Puerto de Melilla Málaga, aquella noche, me gasté el último dinero que tenía en un bocadillo de sardinas que fue mi cena. Toda la noche navegando llegamos a Málaga por la mañana, no pude desayunar, cogimos el tren hasta Madrid y no probé bocado hasta llegar al día siguiente a El Pardo.
Debo decir que, estos cuatro soldados, malos compañeros e insolidarios, de triste recuerdo para mí, llevaban en su macuto embutidos de su pueblo y dinero, ellos sí comieron en el viaje de regreso, pero a mí no me ofrecieron nada, a sabiendas que llevaba muchas horas sin tomar absolutamente nada. Tampoco me dirigían la palabra fuera de las cosas del servicio.
No guardo rencor hacia nadie, como tampoco me gustaría que me lo guardasen a mí por mis errores. He contado todo esto como una ANÉCDOTA MÁS.
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Antonio (Alicante)