A los amigos de “Historias de El Pardo” les voy a relatar, lo mejor que recuerde y sepa, cómo eran los oficiales y suboficiales de la Escala Complementaria que yo conocí en mi época.
Al principio de los años 60 había en el Regimiento de Transmisiones del Ejército —así se denominaba entonces—un pequeño colectivo de mandos intermedios que pertenecían a la Escala Complementaria; unos procedentes de las Milicias Universitarias (IPS), se les distinguía por los cordones de colores que llevaban sobre el pecho: morados, rojos, amarillos, lila… según la carrera que estaban estudiando. Y otros procedían de los cursos regimentales, estos últimos se promocionaban desde cabo, pasaban a hacer el curso de cabo 1º de complemento e inmediatamente el de sargento. En un tiempo record ascendían de un empleo a otro, después realizaban el curso de oficial en el Campamento de la Granja de San Ildefonso junto a los de las Milicias Universitarias. Salían con la graduación de alférez, tan sólo se distinguían de los universitarios en que los regimentales llevaban los cordones totalmente blancos, y tampoco lucían sobre el pecho una placa que ponía “IPS”, por lo demás eran exactamente iguales.
En general, los mandos que procedían de las Milicias Universitarias siempre eran algo más afables en su trato que los profesionales, al tener estudios superiores se comportaban de forma más moderada, y también, porque al fin y al cabo iban a realizar su servicio militar y no querían complicarse mucho la vida, no obstante, también los había “rarillos”, por eso voy a nombrar algunos que se destacaban por sus excentricidades, leyendas que pesaban sobre ellos, o incluso, sus carismas.
En primer lugar citaré a un alférez (IPS) que, incomprensiblemente, se reenganchó; se llamaba José Luis Merino Boves. Este hombre tendría entonces unos 33 años, era casado y creo recordar tenía familia numerosa. Era una buena persona, yo hice algo de amistad con él y recuerdo que en una ocasión estuve en su casa, vivía en la calle Doctor Esquerdo. Ascendió a teniente estando yo aún en el Regimiento. El teniente Merino era director cinematográfico y en cierta ocasión me dijo que él permanecía en el ejército reenganchado porque iba a realizar una película de argumento militar y necesitaba documentarse bien, hasta me mostró un álbum de fotos en blanco y negro de los protagonistas, siento no recordar los nombres. Fue cierto, en el año 1964 dirigió una película cuyo argumento trataba sobre los alféreces provisionales. Después de licenciado fui siguiendo su trayectoria en el cine y fueron varios los premios que ganó a nivel nacional. Trabajó como director, guionista y productor. Al ponerse de moda los “spaghettis westerns”, realizó muchas de éste género y tiene en su haber contabilizado muchos éxitos en películas de mucho más calado temático.
Había otro teniente de complemento—ignoro si era universitario o regimental porque nunca se ponía los cordones, pero decían que era regimental—, se llamaba de apellido Doménech, hablaba poco y muy bajito, siempre iba fumando, tras un pitillo otro, le recuerdo por la forma que tenía de dirigirse a los soldados. Pegaba su cara a la del subordinado de turno, nunca gritaba, en voz muy baja que apenas le podían escuchar, mientras sermoneaba susurrando, daba profundas chupadas o ‘caladas’ al cigarrillo y todas las bocanadas de humo se las echaba en los ojos al pobre soldadito que le tenía que soportar sus extravagancias. De todas formas nunca se escuchó que arrestara a nadie.
El alférez Toribio—éste era regimental—, un buen chico, serio y puesto en su sitio, pero amable con todo el mundo, era apreciado por superiores e inferiores. Casi siempre llevaba botas altas de montar, pero tan arrugadas y echadas hacia abajo que apenas le cubrían la pantorrilla. Hombre muy joven e innovador, vestía el uniforme con cierto aire modernista; para mí no tenía vocación militar, hacía bien su trabajo y nada más. Se contaba de él que su padre, sargento de la Guardia Civil, estaba orgullosísimo de su hijo y cuando éste iba de permiso le esperaba en la puerta de la Casa-Cuartel, al verle llegar gustaba de cuadrarse delante de su hijo. Toribio, a sabiendas de que lo suyo era efímero, con buena cabeza se preparó y consiguió un buen empleo en la vida civil.
Los hermanos Leira son capítulo aparte; sobre ellos existía una leyenda de esas que se fraguan en los cuarteles y al final se dan por reales sin que nadie sepa a ciencia cierta la verdad.
Los dos eran sargentos de complemento y de la rama universitaria; bien metiditos en la treintena estaban reenganchados desde hacía tiempo. Se contaba que los dos habían sido alféreces, pero que estando en un bar alguien habló mal de Franco, o del Régimen—que era lo mismo—y ellos la emprendieron a golpes contra aquellas personas entablándose una pelea brutal, cuando llegó la Policía Militar—entonces se llamaba La Vigilancia—, les arrestaron y después de un juicio militar fueron degradados los dos a sargento. Se llamaban Carlos y Eduardo Leira Fernández-Cid, eran de profesión peritos topógrafos. Llegué a tener cierta amistad con Eduardo y puedo decir que era un buen sargento; eso sí, “vacilón” como él solo. Gustaba llevar las botas altas de montar tanto en verano como en invierno, fumaba varias cajetillas al día y bebía bastante alcohol, pero controlaba bien su capacidad, nunca le vi embriagado. Cuando mandaba la instrucción o estaba de ‘semana’, Eduardo le gritaba a los reclutas: “¡¡Cenutrios, parecéis unos cabritos con pintas amarillas!!” La tropa, lejos de tomárselo a mal, se reía de las ocurrencias del sargento.
Los hermanos Leira, aunque querían aparentar un aspecto feroz—sobre todo Eduardo—, eran buena gente e incapaces de hacerle daño a nadie, disfrutaban con esas expresiones y sus “vacileos”; se les veía muy cultos y alternaban mucho con jefes y oficiales, cosa insólita en aquellos tiempos siendo un simple suboficial.
Existe una anécdota relacionada también con un oficial de complemento. Había un sargento apellidado Quetglas, creo era mallorquín, bastante mayor; alto, enjuto, vestía el uniforme impecablemente, como miembro que había sido de la División Azul lucía en su manga el distintivo correspondiente y en su pecho llevaba varios pasadores de condecoraciones, siempre vestía con botas altas de montar muy brillantes, pero no dejaba de ser un sargento. Nunca le vi hacer servicios, llegaba por la mañana en el autobús oficial, se plantaba en medio del patio a tomar el sol y sólo estaba pendiente del que le saludaba o no le saludaba para echarle la bronca. Parece ser que el hecho de haber sido divisionario le daba ‘patente de corso’.
Un día, bajaba este suboficial por las escaleras de las oficinas que daban al Cuerpo de Guardia, un cabo que se apellidaba Vargas-Machuca subía las mismas escaleras a toda prisa porque se cerraba el plazo de admisión de solicitudes para realizar los cursos de complemento, él iba con su instancia en la mano subiendo los escalones de dos en dos, con tan mala fortuna que tropezó con el sargento Quetglas, éste, le propinó un bofetón que tiró al chico escaleras abajo; al final, con la cara hecha una pena, pudo llegar y entregar su solicitud. A los pocos meses Vargas-Machuca salió de la Granja como alférez y quedó destinado en el Regimiento. Una mañana, con su estrella recién estrenada y puesta sobre su hombrera de la guerrera que todavía llevaba de cuando era cabo—no le había dado tiempo a confeccionarse el uniforme de oficial—, vio al sargento Quetglas como de costumbre en medio del patio, entonces el flamante alférez pasó por delante de él y el sargento se cuadró, el alférez volvió a pasar y el sargento de nuevo se cuadró, así hasta diez o doce veces… Vargas-Machuca que había sido cabo conmigo y teníamos amistad me comentó: “A éste, le quito yo las ganas de estar de plantón en medio del patio para que le saluden porque va a tener él que saludar mucho más”. Así fue, el sargento se percató de que el flamante alférez al que él abofeteó unos meses antes le iba buscando el “fallo” para empaquetarlo y desapareció del patio, cada vez que se cruzaba con el alférez le hacía un saludo de “general”.
Después vendrían otros mandos de complemento: El alférez regimental Villasante, continuó de teniente muchos años y creo que al final lo hicieron profesional por una nueva ley que se promulgó para hacer fijos a los de la Escala Complementaria. El sargento Casillas y un largo etcétera.
Saludos
Antonio (Alicante)