El libro-revista de las Fiestas Oficiales de la Reconquista (Moros y Cristianos) correspondiente al año 2013 de la Ciudad de Orihuela (Alicante), ha publicado el relato del autor Antonio Colomina Riquelme, “ENTRE CRISTIANOS Y MUSULMANES”.
(Relato basado en hechos reales)
Por Antonio Colomina Riquelme
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Acababa de entrar la primavera, en los jardines del cuartel ya brotaban las primeras flores, a lo lejos se divisaban los picos del Guadarrama con el inmaculado color de una nieve que se resiste a abandonar el invierno. Como todas las mañanas de aquél año 1961 la rutina se repetía una vez más: el rito del relevo de la guardia, el autocar que llega con los oficiales y suboficiales, el cornetín que anuncia la presencia del coronel… todo parecía encontrarse dentro de la más absoluta normalidad. Sin embargo, aquél día un acontecimiento muy importante iba a convulsionar toda la actividad cuartelera.
Sobre las cuatro de la tarde, hora en que la vida militar se relaja y toda la tropa se encuentra en las compañías echados sobre sus literas, escribiendo a la familia o cosiéndose algún botón de la camisa, se escucha el cornetín de órdenes tocando a “generala”. Este toque es poco frecuente en los cuarteles, pero cuando se oye, todo el mundo tiene que salir corriendo hacia el patio de armas con su fusil en la mano, vestido o desnudo, como se encuentre, pero siempre portando la prenda de cabeza y su armamento. Esta formación no exceptúa a nadie, incluidos jefes, oficiales, suboficiales y tropa.
Se encontraba todo el regimiento formado, una gran muchedumbre caqui sobre el patio central de armas. De pronto, por la puerta principal apareció el Coronel-Jefe, acompañado del Teniente Coronel, el Comandante Mayor y el Capitán Ayudante. El coronel, perfectamente uniformado, luciendo sobre las bocamangas de su guerrera tres estrellas de ocho puntas bordadas en oro y una decena de condecoraciones en el lado izquierdo de su pecho, asiendo un bastón bajo su brazo derecho al tiempo que entrecruzaba sus manos para ajustarse los guantes de cuero, se colocó donde todos podíamos verle y comenzó su arenga dentro de un silencio y una expectación impresionante:
— “¡Soldados, la Patria nos llama, se están produciendo en el Sahara Occidental unas incursiones por parte de tropas del país vecino que dificultan las prospecciones petrolíferas y de fosfatos en aquél territorio español, es necesario reforzar nuestra guarnición en El Aaiún con una compañía expedicionaria de nuestro regimiento. Voluntarios para esta misión, un paso al frente!”.
Naturalmente se escuchó en la explanada el estruendo de un millar de pares de botas dando un paso hacia adelante con el consiguiente taconazo.
Pasaron unos días y ya quedó configurada la compañía expedicionaria que abría que partir en misión especial hacia el territorio saharaui. El que esto les escribe fue uno de los seleccionados.
Casi sin darnos cuenta nos vimos en la estación de Atocha subiendo en un convoy militar con dirección a Valencia: Casi doscientos hombres entre oficiales, suboficiales y tropa, vistiendo uniforme reglamentario con correaje y cartucheras, portando subfusil Naranjero con su correspondiente munición, el tabardo y una manta enrollada puesta a modo de bandolera; petate con ropa, cantimploras, marmitas… Una treintena de vehículos Jeep Land Rever pintados del color de la arena del desierto dotados de emisoras de campaña MK II. Llegamos al puerto levantino y allí aguardaba el Ciudad de Toledo, un buen barco preparado para carga y pasaje, unos años antes había servido como ‘buque exposición’ habiendo navegado por infinidad de países. Todos a bordo con el material de campaña relatado anteriormente nos dirigimos hacia Las Palmas de Gran Canaria. Tres días de navegación para entrar en el Puerto de la Luz de la capital insular. Tras comer en un acuartelamiento que se encontraba en lo más alto de la ciudad y cuyo trayecto tuvimos que realizar a pie, regresamos al puerto de nuevo, igualmente caminando y portando el pesado equipaje.
Al anochecer de aquél día nos embarcaron de nuevo, esta vez en un cascarón de barco que capitaneaba un desaliñado individuo. Desde Las Palmas de Gran Canaria hasta la playa de El Aaiún, toda una noche en una mar revuelta que balanceaba aquél barcucho como si de una pluma se tratara, al llegar nos desembarcaron en unas barcazas anfibias útiles para mar y tierra que nos transportaron hasta la playa, ya que no existía puerto alguno. Allí, unas camionetas descubiertas nos condujeron hasta la capital del Sahara, no sin antes llevarnos el susto que sirvió de antídoto para lo que había de venir. Desde las camionetas escuchamos una ráfaga de ametralladora no muy lejos de nuestros vehículos. Agachamos nuestras cabezas atemorizados. Nadie sabía lo que ocurría, nadie daba información, tuvimos la sensación de ser unos corderos que iban al matadero. Un cabo primero todo nervioso extrajo de su bolsillo un rosario y con la cabeza inclinada comenzó a rezar en voz alta, algunos nos sumamos a la oración. Afortunadamente solo fue eso, un susto, al parecer esos tiros provenían del arma de un legionario que pudo haber sufrido alguna confusión estando de centinela.
Ya nos encontrábamos en “la morería” sanos y salvos, aunque maltrechos por tan penoso viaje. El Aaiún, con sus casitas blancas de adobe y su cúpula en forma de medio huevo. La ciudad estaba compuesta por una calle donde se encontraba el casino militar y al fondo la única iglesia. Nos alojaron en unos barracones de madera a la espera de recibir instrucciones para realizar la misión que nos llevó hasta aquellas inhóspitas tierras. Tuvimos dos días de asueto para reponernos, aunque con la comida que nos servían era casi imposible restablecerse: guiso de patatas con carne de camello, o guiso de judías pintas con carne de camello, era el menú más habitual. El camello, o mejor dicho, el dromedario, se encontraba siempre presente en la vida saharaui, ese animal servía para todo: como medio de transporte, para fabricar jaimas con su pelo, y también para comer su carne, aunque para nosotros era intragable.
En lo que a mí respecta enseguida recibí una carpeta de manos de mi capitán conteniendo las instrucciones de mi trabajo. Me puso como ayudante a un cabo especialista en radio y un conductor perteneciente al Cuerpo de Automovilismo del Ejército. El Jeep Land Rover nº 24 con su emisora de campaña MK II, asimismo me hizo entrega de un vale para retirar de intendencia rancho en frío: algunas latas de conservas, arroz, harina, leche condensada y poco más, para un tiempo no superior a 10 días. A la mañana siguiente debía incorporarme con todo mi equipo a una patrulla mixta, compuesta por Tropas Nómadas —nativos adscritos al ejército español— y miembros de la Policía Territorial, todos bajo las órdenes del teniente Vidal del arma de Infantería.
La salida de El Aaiún hacia el interior del desierto fue muy temprano, sobre las siete, a esas horas ya estaba el sol muy alto, el calor anunciaba ya el tórrido día que nos esperaba. Nos dirigimos hacia Smara, ciudad que los nativos consideraban santa, no sin antes realizar algunas paradas para las oraciones de los musulmanes adscritos a la patrulla. Me llamaba la atención la disciplina que ponían y la fe que derrochaban cinco veces al día en sus rezos, estos moros al servicio del ejército español podían estar el tiempo que fuera sin comer o beber, pero a la hora de sus plegarias, siempre de rodillas y encorvados con la cabeza orientada en dirección a La Meca, eso era absolutamente primordial para ellos.
En Smara tuve ocasión de asistir, junto a un compañero que llevaba tres años destinado allí, a una boda de nativos, se celebraba en una jaima y ya habían pactado la dote que debía pagar el novio: 1 camello, 4 cabras, una pieza de tela y una pulsera. Tras el rito correspondiente, nos sentamos todos en el suelo de la jaima, como aperitivo nos pusieron unos dátiles, después un couscus con carne de cabra o cordero —no supe distinguirlo—, luego una ronda de tres vasitos de té con azúcar de pilón y algunos dulces artesanales hechos con harina y miel. Tras dar las gracias felicitamos al novio, y mi amigo y yo nos dirigimos hasta el acuartelamiento, pues se hacía la hora de arriar bandera por parte de una Unidad de La Legión y en ese acto debíamos estar toda la guarnición presentes. Ellos continuaron con su celebración cantando, bailando y tomando té, mucho té.
Partimos toda la patrulla desde Smara con dirección a Guelta Zemmour, el destacamento más oriental, casi fronterizo con Mauritania, hicimos noche en medio del desierto. Sobre las 23 horas, comenzó un fuerte siroco, las dunas de arena se movían de un lado hacia otro como si de un papel se tratara, tuvimos que refugiarnos en el interior de los vehículos herméticamente cerrados mientras la arena nos golpeaba peligrosamente. A las cinco de la madrugada amainó el viento y la mayoría de los vehículos quedaron medio sepultados por la arena. El problema surgió al no poderse abrir las puertas que quedaron bloqueadas; al final, unos saharauis de la patrulla que quedaron fuera de los coches a sabiendas de lo que podía suceder, pudieron rescatarnos con palas a todos los demás.
En Guelta Zemmour recibimos un radiograma del Mando dando la orden de ir a dar escolta y seguridad a los ingenieros que trabajaban en los yacimientos de fosfatos de Bu Craa. Ya no nos quedaba agua y antes tuvimos que buscar un oasis para llenar nuestros recipientes (pieles de cabra curtidas). Llegamos hasta un lugar donde había un pequeño pozo y pudimos extraer algunos cubos de agua turbia, eso sí, muy fresca y agradable de tomar. Rellenamos nuestros guirbis (así le llamaban los moros a aquellos receptáculos) y emprendimos de nuevo la marcha. Durante el trayecto sufrimos un percance, vimos a uno de los nativos que sangraba abundantemente por las dos piernas. Dio el teniente el alto y atendimos de inmediato con nuestro botiquín a aquél hombre. Después nos enteramos que se había autolesionado con una hoja de afeitar ambas piernas produciéndose hondas incisiones que, de no haberse actuado a tiempo se podía haber desangrado en pocos minutos. Según nos dijo él mismo, era un remedio para aliviarse el dolor que sufría en las extremidades inferiores.
Al fin, divisamos en medio de la arena dos vagones plateados que brillaban como si de plata fueran. Eran los habitáculos donde vivían los técnicos norteamericanos de los yacimientos de Bu Craa. Nuestra patrulla tuvo que prestar servicio de seguridad durante unos días. En el interior de aquellos furgones había de todo: refrigeración, duchas, camas, alimentos, bebidas frescas, y una limpieza extraordinaria; pero allí no podíamos pisar. Solo tenían la atención de invitar en su interior al jefe de la patrulla. Cada mes, un avión bimotor aterrizaba sobre campo de tierra cerca del campamento y transportaba a los ingenieros hasta Las Palmas de Gran Canaria con unos días de asueto. Este personal era muy valorado en su trabajo y gozaban de toda clase de privilegios.
Tras unos días de guardia en el exterior de aquellos vagones, regresamos de nuevo a El Aaiún.
Tuvimos unos días de descanso y la oportunidad de tomar una ducha con una regadera y un poco de agua, la justa para enjabonarnos y aclararnos. Enseguida partimos de nuevo de patrulla, esta vez agregados como radiotelegrafistas a tropas de La Legión. Nos dirigimos en dirección a Hausa y Mahbes, este último destacamento español era el más cercano a la frontera con Argelia. Aquí tuvimos un jefe de patrulla aficionado a la caza, no nos faltó carne. Se situaba en algún lugar estratégico con el mosquetón máuser y, en cuanto se ponía una gacela o antílope a tiro, lo abatía sin fallar. No obstante, nos llevamos un gran susto una de aquellas noches que tuvimos que acampar en pleno desierto. Me encontraba pasando por radio, como siempre en código Morse, la rueda de las cuatro de la madrugada, había una gran interferencia (QRM 5), entre ruidos y con mucha dificultad escuché a la emisora central del alto Mando que me llamaba con un mensaje oficial urgentísimo (QTC SDD). Le respondí que estaba preparado para recibirle, (QRV). Me transmitió el mensaje cifrado y le di el acuse de recibo (QSL). De inmediato me fui a despertar al teniente y vino conmigo hasta el Land Rover para descifrar el contenido del texto que venía en código murciélago. (Nomenclatura utilizada para este tipo de cifrado). Venía a decir: “¡Salgan inmediatamente de esa posición Stop corren grave peligro de atentado Stop diríjanse sin pérdida de tiempo hacia el punto ordenado Stop!”
Naturalmente, en menos de cinco minutos nos pusimos todos en marcha con el armamento cargado y en posición de prevengan.
En Mahbes era habitual escuchar, sobre todo en las noches, algunos tiros al aire provenientes de la parte argelina, seguramente para que fueran escuchados por las tropas españolas destacadas, con el único objetivo de intimidar.
Después vendrían otros servicios por el interior del desierto, siempre acompañando a Tropas Nómadas, Tropas de la Policía Territorial y Fuerzas de La Legión. Lo más lastimoso que pude presenciar fue la matanza de un dromedario para consumo de su carne. No se me olvidará nunca los ojos de aquél pobre animal que miraba a sabiendas —creo yo— de que lo iban a sacrificar. Parecía llorar, sin ofrecer ninguna resistencia… El dromedario es un animal pacífico y servicial, no es capaz de hacer ningún daño y es austero en su alimentación. Ese día no pude comer.
El 13 de junio, me encontraba muy lejos de El Aaiún, en el destacamento de Hagunía, sobre las cinco de la tarde, pasando la rueda reglamentaria con mi emisora me anunció la central un radiograma, (QTC 1). Le di paso para recibirlo (QRV). El texto decía: “Muchas felicidades Stop un beso Stop Mari Carmen”. No recordaba que era el día de mi santo. Mi novia me había puesto un telegrama desde Orihuela hasta el Aaiún y desde allí lo retransmitieron los compañeros hasta mi emisora. Mi sorpresa y alegría fue inmensa, creo que fue lo mejor de mi estancia en el desierto.
El 4 de julio me hallaba en el interior del Sahara, en el paraje conocido como Tisbora, de pronto vi aparecer un avión Junquer que aterrizó muy cerca, un compañero salió del aparato en mi busca, me dijo que tenía orden de relevarme y yo debía regresar en el mismo avión hasta El Aaiún porque la compañía expedicionaria a la que yo pertenecía regresaba al acuartelamiento de Madrid urgentemente. Mi alegría fue indescriptible, por fin saldría de aquél infierno de altas temperaturas que siempre rondaban los 55º a la sombra. A toda prisa, pues el piloto apremiaba, redacté un recibo sobre el capó del vehículo en uno de los impresos de los radiogramas, y se lo hice firmar al cabo radiotelegrafista que me relevó. Subí a bordo del aparato y en media hora tomaba tierra en el aeropuerto de la capital saharaui.
A la mañana siguiente, con un sentimiento de tristeza por el fallecimiento de un compañero —no por acción bélica, ni por atentado, sino por un desgraciado accidente del vehículo que conducía, éste derrapó por un terraplén con resultado de muerte—, nos dirigimos en camionetas hasta la playa de El Aaiún; allí, en lanchas, nos llevaron hasta el buque Virgen de África, para subir a bordo tuvimos que realizarlo trepando por unas escaleras de cuerda que nos arrojaron desde el barco. Nos condujeron directamente hasta el puerto de Cádiz donde nos esperaba un tren, exclusivamente para nosotros, que nos trasladaría hasta Madrid.
Mi experiencia entre cristianos y musulmanes fue muy gratificante a nivel personal, aunque penosa por las condiciones en las que tuve que desempeñar mi cometido. De todas maneras, recuerdo con cariño mi estancia allí, y siempre echaré de menos aquellas impresionantes puestas de sol, y las noches en medio del desierto, sentados en el suelo junto a los nativos alrededor de una hoguera, tomando vasos de té con azúcar de pilón en ronda de tres en tres. Pero sobre todo, la solidaridad que había entre nosotros en los momentos difíciles o de peligro.
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(Fotos: Colección de A. Colomina)
Improvisado recibo redactado en un impreso de telegrama.
El autor de este relato (a la derecha), junto a dos compañeros en una foto de broma para remitir a las novias de ambos.
Unos nativos con su dromedario por las afueras de El Aaiún.
Única iglesia cristiana que existía en El Aaiún en 1960.