Nº 1.- Vista aérea del Peñón de Gibraltar en la actualidad.
Me moría de ganas por conocer aquella piedra. Un día le dije a mi amigo Meca: prepara el seiscientos que nos vamos de vacaciones.
Llegó el momento, pusimos sobre la baca del pequeño vehículo una maleta y emprendimos la marcha. Era la anochecida del día 2 de junio de 1969. Muchos kilómetros quedaban por delante, pero la ilusión por llegar hasta aquella legendaria roca envuelta en tantas leyendas nos daba ánimos para aguantar encogidos en aquél pequeño habitáculo rodante.
Tras algunas paradas y varios cafés en bares de carretera, divisamos el Puerto de la Mora. La empinada, larga y estrecha subida nos hizo vislumbrar una fila interminable de diminutas luces emitidas por centenares de vehículos que serpenteaban. Nos quedamos mirándonos mi amigo y yo, se nos puso a ambos la piel de gallina al pensar que debíamos subir con nuestro trasto de cuatro desgastadas ruedas por todo aquél camino.
Lo conseguimos, nuestro viejo 600 D, se portó maravillosamente bien. Incluso nos permitimos el lujo de hacer algún que otro adelantamiento a los mastodónticos camiones.
Llegamos a Málaga y ya se percibían las claras del día, el Mediterráneo, a lo lejos, parecía darnos la bienvenida, mi amigo y yo nos apeamos de nuevo del mini vehículo con unas ganas locas de estirar las piernas y tomar algo caliente, tocaba el primer café de la mañana, esta vez acompañado de unas torrijas buenísimas elaboradas por la cocinera del bar Victoria.
Tras fumar el primer Bisonte del día reanudamos nuestro viaje, ya cansados y con las piernas entumecidas cruzamos Estepona y, sobre las nueve de la mañana pudimos ver al fin la piedra, seis kilómetros cuadrados de roca envuelta en una aureola de misterio. El león dormido, una de las Columnas de Hércules, el vetusto Peñón de Gibraltar; sobre su cima y, a modo de sombrero, una nube negra que presagiaba un molesto viento de levante. Detuvimos durante unos minutos el coche para contemplar la panorámica; delante del gigantesco pedrusco, La Línea de la Concepción, una extensa y llana ciudad formada por viviendas unifamiliares y suelo arenoso, con un precioso mar azul intenso.
Por fin llegamos al hotel, mi amigo y yo respiramos tranquilos. El viejo seiscientos se tragó los 700 kilómetros de carretera sin darnos ninguna sorpresa desagradable. Tras una ducha y ropas limpias salimos como una bala hacia el lugar más cercano al Peñón. Realizamos arduas gestiones para poder atravesar la frontera, pero no fue posible. El acceso a Gibraltar era muy restringido, la Delegación de Fronteras y Orden Público del Campo de Gibraltar tan solo concedía algunos permisos en casos muy excepcionales. O, a los españoles que disponían de empleo en la parte británica. Nos acercamos a la Aduana y al entrar quedamos sorprendidos por el multicolor de los uniformes que había en un espacio tan reducido: funcionarios de hacienda vestidos de blanco, el verde de los guardias civiles, el gris de los policías armados, el azul marino de los policías municipales, el caqui de un soldado que hacía guardia al pie de un mástil donde ondeaba la bandera española y, a tan solo unos metros, el color negro de los “bobbies” gibraltareños. Toda una variedad de colores confundían a algunos extranjeros que ignoraban muchas veces a quienes debían dirigirse para realizar alguna consulta. Y después llegamos hasta el puesto fronterizo, el lugar más avanzado hacia el Peñón que estaba permitido llegar. Nuestra ilusión por escudriñar en las entrañas de la roca se esfumó. Nos atraía la misteriosa leyenda de que el fantasma del almirante George Rooke, que falleció cinco años después de ocupar Gibraltar, merodeaba por las galerías interiores del peñasco. También, cómo no, ver a esos antipáticos simios que habitan por la roca y que roban todo lo que pueden —han tenido buenos maestros—. Asimismo, observamos que, a pesar de hacer un día caluroso la gente que regresaba de Gibraltar vestían indumentarias muy amplias y largas. Curioseando nos dijeron que casi todos escondían bajo sus ropas algún cartón de tabaco, preferentemente de la marca ‘555’, o ‘du Maurier’; cigarrillos rubios muy valorados en la parte española. Al parecer, eso no se consideraba contrabando y estaba ‘tolerado’ por las autoridades aduaneras. Aunque tampoco se podía hacer descaradamente ni de forma abusiva. Con estos pequeños extras los trabajadores españoles en Gibraltar se permitían algunos que otros caprichos, prohibidos generalmente para los que laboraban en la parte española.
Al volver sobre nuestros pasos, mi amigo y yo decidimos tomar un tentempié y nos dirigimos hacia la bodega Serrano. Escuchamos una fuerte trifulca, un Land Rover de la Policía Armada estacionado en la puerta. Indagamos a través de unos viandantes y nos enteramos que se trataba de unos militares ingleses —lógicamente libres de servicio y vistiendo de paisano— que, al segundo vaso de vino, se volvían pendencieros, perdiendo toda su flema y buena educación.
Nuestra estancia en La Línea de la Concepción fue de lo más agradable, sus gentes alegres y extrovertidas nos hicieron pasar unas jornadas maravillosas.
Llevábamos cinco días en el Campo de Gibraltar contemplando todas las mañanas al levantarnos la impresionante y enigmática piedra descansando sobre la Bahía de Algeciras. Mi amigo y yo recorrimos toda la zona, incluso un día nos acercamos hasta Ceuta acompañados siempre por una legión de delfines que nadaban graciosamente alrededor de nuestro ferry.
Ya lo teníamos todo preparado para el regreso, pero algo nos hizo alargar un día más nuestra estancia: al día siguiente, el 8 de junio de 1969 se cerraba la verja por decisión del Gobierno Español. No podíamos perdernos ese histórico acontecimiento.
La noche era húmeda y corría la desagradable brisa de levante, la alambrada se encontraba iluminada por los reflectores de las muchas cadenas de televisión que filmaron el suceso, por parte británica la BBC de Londres y muchas otras; por parte española, la única cadena que existía, TVE.
Llegó el momento álgido. Entre centenares de flases, focos, cámaras y miradas afligidas, un miembro del cuerpo de la Policía Armada, dirigiéndose con paso lento, pero firme, se acercó hasta la puerta de la verja y, ceremoniosamente, deslizó un grueso cerrojo de hierro sobre sendos pasadores sellándolo con un candado de grandes dimensiones.
Al día siguiente, mi amigo Meca y yo partimos de nuevo hacia nuestro pueblo con una sensación de tristeza. Primero por no haber podido tocar aquella arcana roca. Después por ver separados dos pueblos que, aunque en ambos ondeen banderas diferentes, están unidos por lazos indisolubles de consanguinidad. Y por último, porque ni a mi amigo Meca ni a mí nos gustan las murallas.
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Nº 2.- Momento histórico del cierre de la verja
fronteriza por orden del Gobierno español el 8 de junio de 1969.