Las demostraciones de afecto y amistad emocionan más aún en la última etapa de la vida, aún cuando uno se cree endurecido por los años y las experiencias acumuladas.
El relato de mi querido amigo Sabaté, su canto a la amistad (ver Cartas desde El Aaiún, 1958 en este mismo blog) y la lectura de esa vieja carta –que yo había olvidado- me ha provocado un torrente de recuerdos y emociones de aquel periodo difícil que compartimos como camaradas.
Me ha emocionado reconocer mi barroca caligrafía de entonces y la todavía más barroca firma que usaba desde los 12 años.
Conocí a Sabaté cuando, terminado el periodo de instrucción, nos destinaron a ambos a la 1ª Compañía de Radio. Debo decir que nuestra amistad se forjó no tanto por la pertenencia a un grupo -como suele ser común en la edad de la post-adolescencia-, pues cada uno teníamos amigos distintos, sino por el respeto no exento de admiración hacia su actitud, su sentido de la responsabilidad, su carácter reflexivo, su comportamiento y por la comunión de ideas y valores que éticos que compartíamos.
No coincidimos durante las maniobras en el Pirineo catalán en el verano de 1957, ni tampoco durante gran parte de nuestra estancia en el Sahara. Quizá ni siquiera coincidiéramos en nuestras ideas políticas o religiosas –no recuerdo haber hablado nunca de ellas- pero éramos amigos. Y cuando concurren circunstancias adversas la amistad, el compañerismo, la solidaridad –como bien expresa el amigo Corominas- se acentúan.
Creo también que hay que situarse en el contexto en que la carta está escrita y cuál era nuestro estado de ánimo. Habíamos tenido una infancia en la que –en palabras de un poeta- las bombas rompieron los juguetes; habíamos sufrido una postguerra durísima y, de repente, nos encontramos en una guerra que nunca logramos entender.
Hacía casi cuatro meses que habíamos dejado El Pardo y a nuestras familias y, quitando la alegría juvenil con que viajamos a Cádiz y un par de días en Las Palmas, el resto habían sido privaciones y abandono: dormíamos en el suelo de tierra sobre un triste jergón casi sin paja; carecíamos de medios higiénicos y la comida era muy escasa y de mala calidad.
La noticia de la muerte del padre de mi amigo me abrumó. Quizá pensé en qué haría si me hubiera ocurrido a mí. A esa edad, 22-23 años, la figura del padre constituía la referencia vital quizá más importante de nuestras vidas y yo pensé en cuánto le habría afectado y cómo se enfrentaría al futuro inmediato sin ese apoyo. Por eso me apresuré a expresarle mi pesar y el de todos los compañeros que le conocíamos y apreciábamos. Y a esperar que nuestras condolencias le sirvieran de consuelo en el difícil trance.
Me alegro que fuera así y agradezco al buen amigo que haya conservado esa carta.
Francisco Acebes
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por participar.