Como es habitual, Colomina nos deleita con un nuevo relato, el cual es publicado ya por derecho propio, en la convicción de que será de interés para todos los lectores.
(De Dulcinea al Pájaro y otros eventos)
Era el mes de junio de 1959 cuando mi regimiento recibió la orden de participar en unas maniobras militares en La Mancha, cuyos ejercicios se denominaron “Operación Dulcinea”; fui seleccionado para esas acciones y me vi de lleno inmerso en aquellos yermos y polvorientos campos: Albacete —campamento base—, Madridejos, Los Yébenes, Mora de Toledo, El Toboso —pueblo de Dulcinea, amor platónico del hidalgo D. Quijote—, y tantos lugares áridos de aquella parte de España. Me destinaron con un vehículo Jeep y su correspondiente emisora de campaña MK II, al puesto de Mando. Mi cometido era entregarle en mano al Capitán General D. Agustín Muñoz Grandes los radiogramas cifrados que se recibían para él. Este general era afable en sentido inverso al piramidal. Es decir, cuanto menos graduación tenía su subordinado, más amable era con él. De ahí que, yo que tan sólo era un simple cabo radiotelegrafista, me tratara con tanta deferencia, era hasta agradable llevarle los despachos. Siempre correspondía con una sonrisa, o con la frase: “Gracias, muchacho”, mientras te tocaba con su mano el hombro.
Acabamos las maniobras y todos los intervinientes nos reincorporamos a nuestras unidades respectivas. Al poco tiempo se recibió una orden de la Capitanía General en la cual, por el éxito de las maniobras, se debía recompensar a toda la tropa participante en la “Operación Dulcinea” con un permiso insólito hasta ese momento en el ejército: del 16 de julio al 16 de octubre.
El día 16 de julio de 1959, (jueves) a las 21 horas, partía desde Atocha en el Cartagenero con dirección a Murcia con mi generoso permiso de tres meses en el bolsillo.
La noche fue larga, aquella locomotora de carbón parecía no moverse. Bien entrada la madrugada, tras un café de puchero tomado a toda prisa en la cantina de la estación de Albacete, tuve que armarme de paciencia para ver las claras del día. Mis compañeros de viaje, dos monjitas, un infante de marina, un matrimonio de edad avanzada y unos labriegos que se apearon más tarde en Hellín, no sabían donde reposar la cabeza. Las que peor lo pasaron fueron las religiosas que, con aquellas tocas almidonadas, no podían girar la mirada hacia ninguna otra parte que no fuera de frente, sin embargo, sufrían aquella incomodidad con gran resignación.
Por fin llegamos a la estación de Murcia del Carmen. ¡¡Ya estoy en casa!!—respiré aliviado—. Eran las 10 horas del día 17 de julio de 1959 (viernes).
Con carbonilla en los ojos, pero con una inmensa alegría, esperé el cercanías que cubría la ruta Murcia-Alicante. Asomado por la ventanilla y respirando profundamente el aire de la huerta, no apartaba mi mirada deseando vislumbrar ese emblemático edificio oriolano que nos despide siempre y nos da la bienvenida: El Seminario de San Miguel.
El tren comienza a aminorar la marcha, frente a mis soñolientos ojos la fábrica de harinas Serrano. La cantina que regentaba Antonio, abierta. Un guardia civil con graduación de brigada vistiendo uniforme de paseo parecía esperar a alguien. El señor Cámara, acariciaba la cabeza del caballo que tiraba de su galera en la puerta de la estación, dispuesto para recoger las sacas de correos… ¡¡No me cabe la menor duda, estoy en mi Orihuela!!...
Con mi maleta en la mano, enfilo la parte central de Los Andenes encaminándome hacia la casa de mis padres, llego a la calle José Antonio y atravieso hasta la plaza Nueva por la angosta calle de la Acequia. Un murmullo de gente llega hasta mis oídos. El parque central de la plaza me impide ver con claridad, me sitúo en la puerta del Café Colón junto a algunos curiosos, de pronto la Unión Lírica Orcelitana, bajo la batuta de don Bienvenido Espinosa, comienza los sones del Himno Nacional, la puerta del Ayuntamiento llena de gente que aplaudía. ¡¡Dios mío, si están descendiendo la Enseña del Oriol desde el balcón!! ¡¡Es el “Día del Pájaro Mirlo!!” Al ir vistiendo el uniforme, dejé caer la maleta sobre el suelo y cuadrándome, pasé a la posición de primer tiempo del saludo militar.
Entre los allí presentes, como siempre, don Atanasio Díe que vestía su uniforme de gala de Jefe de la Policía Municipal, acompañado por el guardia don Manuel Molera —conocido popularmente por el apodo de “El Gallina”—. Maceros con su peluca blanca portando sobre sus hombros la plateada maza, alcalde, concejales y demás autoridades locales presidían el desfile. Todos acompañados por un nutrido número de oriolanos se dirigen en solemne procesión cívica hacia la iglesia de las Santas Justa y Rufina. Yo, me sumo al cortejo hasta la calle del Ángel, allí, abandono la comitiva para llegar hasta la casa de mis padres que me esperaban deseosos de abrazarme, no sin antes, acercarme a la calle de la Feria donde un vecino siempre instalaba ese día en su pequeño balcón una réplica en miniatura de la Enseña Oriolana, era tan perfecto que todos los años me quedaba ensimismado contemplándola.
Aquél verano fue mágico para mí, creo que para mucha gente. La juventud comenzaba a despabilar tras un largo letargo y se palpaba en el pueblo un ambiente inusual. La Feria, que antaño se limitaba al mercado de ganado y algunas atracciones para los niños, se había transformado en un bullicio sin precedentes, las casetas de venta de juguetes y otros artículos formaban dos filas en la avenida de Teodomiro que comenzaban en la puerta del Sanatorio de don Angelino Fons, y acababan muy cerca de la estación. Las atracciones eran numerosas, la terraza del Kiosco Medina estaba siempre abarrotada. Aquél año, algunos jóvenes oriolanos obtuvieron un permiso de don Antonio Pujol, director del colegio La Graduada, para realizar en sus patios verbenas populares. El Ayuntamiento organizaba concursos todas las tardes: cucañas para los más atrevidos que trepaban el enjabonado poste con la esperanza de conseguir el pollo o el conejo que había en lo alto, suelta de globos, carreras ciclistas de cintas, carreras de motos, rotura de pucheros con los ojos vendados… La glorieta por las noches se convertía en todo un espectáculo de varietés. Artistas famosos de aquél tiempo como: Gelu, Serenella, Lolita Garrido, Juanito Segarra, Las hermanas Fleta, Torrebruno, José Guardiola… Todos se dejaban oír, unos personalmente, otros por los altavoces de las distintas atracciones feriales. Pero aquél verano del 59 algo hizo vibrar a la juventud de entonces: El I Festival de la Canción de Benidorm.
El Festival de Benidorm cuya primera edición fue presentado por el famoso locutor Bobi Deglané, constituyó un rotundo éxito, se alzó con el primer premio la canción Un telegrama, interpretada por la bellísima Monna Bell. La melodía fue una locura, se escuchaba por doquier. Pero la juventud quería más, estaba ávida de modernidad y demandaba ritmos nuevos que dejaran atrás las tristes canciones de Antonio Machín, Juanito Valderrama, Conchita Piquer…
Los almacenes oriolanos se adornaban con banderitas y bombillas de colores para los bailes de las tardes domingueras —guateques—, las chicas comenzaban a acortar sus faldas y la media manga camisera se convirtió en manga japonesa, los escotes se hicieron más generosos… Los chicos cambiaron el entretelado traje de mil rayas por vistosos mambos —prenda amplia de colorines que vestían por fuera del pantalón, influenciados, quizás, por Pérez Prado y su orquesta—. Los primeros vaqueros hacían su aparición entre los jóvenes más vanguardistas, España en general y, por ende, también Orihuela, comenzó a cambiar de color y de ritmo.
Pero el modernismo fue acaparándolo todo, la humilde bicicleta se iba paulatinamente sustituyendo por la moto Guzzi, Vespa o Lambretta. El modesto chato de vino por el gin tonic y el cubalibre, y el ‘platico’ de habas o la media patata asada en el horno por la ensaladilla rusa, la mojama y las aceitunas rellenas de anchoa.
Históricamente, ocurre un hecho de suma importancia para nuestra ciudad, el 15 de agosto, festividad de la Asunción de la Virgen María, se ejecuta la Bula del Papa Juan XXIII y se erige en concatedral la colegiata de San Nicolás de Bari de Alicante, pasando a denominarse la diócesis de Orihuela-Alicante. Recordemos que desde 1954 era obispo de Orihuela D. Pablo Barrachina y Estevan, natural de Jérica (Castellón), el cual trasladó la curia y su residencia a la capital de la provincia.
Pero para mí, como joven oriolano, lo que más me entusiasmó fue acudir a Los Arcos a presenciar el encuentro amistoso que se celebró el 30 agosto de 1959, entre el Orihuela Deportiva y el Real Madrid. El resultado fue abrumador para el Orihuela Deportiva, pero yo disfruté mucho viendo en las filas del equipo escorpión a mi buen amigo Andrés Porras que, a pesar de la derrota, realizó un gran partido.
En cuanto al cine, aquél verano pude disfrutar de las inolvidables terrazas del “Riacho” y del “Cargen”, donde se podían ver películas de la categoría de Vacaciones en Roma, con un joven y apuesto Gregory Peck y la bellísima Audrey Hepburn, ambos paseando por la ciudad eterna en Vespa. O, a los incomparables Gene Kelli y Leslie Caron en Un americano en París… Y todo ante una buena empanadilla con su correspondiente quinto de cerveza.
El mágico verano de 1959 en Orihuela, que comenzó para mí el “Día del Pájaro” y finalizó el 16 de octubre, fue “mi verano”, el más feliz de mi vida, por todo lo narrado y también, debo decirlo, porque conocí paseando por Los Andenes a Mari Carmen, una chica de 15 años que más tarde se convertiría en mi esposa, la madre de mis hijos, y la orgullosa abuela de mis nietos.
Antonio Colomina Riquelme
Estimado amigo Antonio: es magnífico tu artículo. Describes como nadie todos los detalles de aquellos festejos y recreas una época por la que hemos pasado todos los que tenemos unos cuantos años encima. Y qué estupendo permiso ¡tres meses! No me extraña que los recuerdes con tanto detalle y cariño.
ResponderEliminarUn abrazo.
Julio.
Ciertamente, la narrativa de nuestro amigo Antonio siempre nos seduce. Su exposición de los hechos nos acercan a todas sus vivencias personales en diversidad de dimensiones. Así ha resultado su artículo en el que nos hemos sentido inmersos en no pocas situaciones, empezando en el Cuartel del Regimiento de Transmisiones y acabando en Orihuela, su pueblo,(su Patria Chica) que nos ha escenificado con diversidad de secuencias históricas, culturales, geográficas , folklóricas, costumbristas y familiares, pero sobre todo muy humanas.
ResponderEliminarLo que hemos leído, lo hemos gozado, yo diría que casi hemos hecho el mismo trecho viajando con el “Cartagenero”, después de unas “maniobras”, de haber entregado varios radiogramas al Iltre. General Agustín Muñoz Grandes, de poder divisar la silueta del Seminario de San Miguel y de asistir a las fiestas del “Día del Pájaro”.
No cabe duda que también nosotros, los lectores del Blog, hemos igualmente participado de tu “mágico verano de 1959”, incluso nos da la impresión de haberte acompañado de aquel buen permiso de tres meses…
Te lo agradecemos amigo Antonio. Felicidades por todo.
José
Manresa